sábado, 21 de abril de 2018

Una anécdota de la historia

LA VENGANZA DE DON CAYO

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"¡Ha Quevedo tiempo...!" solían decir las gentes de esa generación al rememorar aquel no lejano periodo en que esos señores monopolizaban el comercio y controlaban todos los movimientos en la zona de Concepción. Para tener una idea de dicha época, habría que hacer un análisis ligero de la forma en que se vivía y de la costumbre del pueblo campesino. Sabido es que por esos años no existían aún los medios de transporte motorizado ni buenos caminos ni telégrafos; sin embargo, la vida se deslizaba más tranquila, había menos problemas y hasta parecía que se andaba más feliz.

Cuéntase que los señores Quevedo tenían en actividad más de quinientas carretas que llevaban y traían mercaderías de Concepción a la frontera. La casa importadora más fuerte, la estancia mejor organizada y mejor instalada, el ingenio de azúcar, las explotaciones de yerba y otras actividades más les pertenecían. Estos patrones y sus altos empleados viajaban sin cesar y no había valle en donde no tenían negocio y en donde no tenían clientes. Nuestras gentes sencillas les brindaban toda clase de atenciones y ellos las retribuían con creces.

Circulaba el dinero y el caso era ingeniarse para atraer a los ricos. Las posadas o casas de hospedaje eran lugares frecuentadas por troperos y allí hacían sus conquistas sentimentales y también sus derroches. Presas de ellos fueron muchas hijas buenas de posaderos y muchas lindas mozas del vecindario.

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Calle Ypané en 1898 (hoy Pdte. Franco)
Don Cayo, un paraguayo genuino, arrogante, siempre bien puesto, viajaba frecuentemente de su estancia a Concepción en compañía de su capanga Tiburcio, un morocho alto, fuerte, con una enorme cicatriz en la cara, seña particular adquirida en un bailongo improvisado. Tiburcio, el capanga inseparable, tenía fama de valiente y es por eso que se le tenía de guardaespaldas y se le proporcionó un 38 Colt con cabo de nácar, recién salido de fábrica. Don Cayo, a pesar de tener emblanquecido prematuramente sus cabellos y tener muchos hijos, gustaba de las fiestas. Su debilidad era el "Cielito Chopí" y se divertía enormemente haciendo el papel de "taguató". El "Solito" también le gustaba sobremanera pero más gozaban de él los espectadores. En sus continuos vaivenes asistía a cuantos bailes encontraba y muchas veces llegó a concentrar en sí la atención del público con sus travesuras. Su posada favorita fue la de Ña Vicenta, en Estribo de Plata, un vallecito alegre sobre el río Aquidabán. Ahí llegaba habitualmente por la tardecita a desensillar el caballo, cenar un buen plato de huevos fritos con mandioca y un cuarto de vino tinto; luego se sentaba a jugar al naipe, ya sea la escoba de quince o la biscambra, con la dueña de casa; pero más le hubiera gustado hacerlo con Susanita, la hija de Ña Vicenta, que por ese entonces disfrutaba de sus dieciséis floridos años. Era una simpática, risueña y vivaracha morena de cabellos encrespados, ojos muy negros y blanquísima dentadura; pero lo más atrayente de su persona estaba en el conjunto de sus curvas, que dejaban afiebrados de deseo a cuantos forasteros la miraban. Antes de continuar viaje, y después del mate, don Cayo chupaba otra media docena de huevos crudos y un cuarto de "guaripola". Un litro cargaba en su caramañola para irlo sorbiendo por el despoblado camino, al lado de Tiburcio, su confidente, su hombre de confianza.

- Esta Susana "aka chará" cada vez va siendo más cautivadora. ¿Te fijaste en ella? ¡Qué bien le queda ese moño de cinta azul! Y... ese cuerpo, ¡qué tentación! Quiero hacerle un obsequio.

- Pero patrón, usted que puede y tiene plata, ¿qué le falta? Ella es pobre y mucho le va á agradecer. Con plata se consigue todo.

Así, don Cayo iba alimentando una ilusión y aumentaba su optimismo para hacerse dueño de su cariño.

Una noche, aprovechando la ausencia de Ña Vicenta, sacó de su cinto doble un mil pesos pirirí y le pasó a Susanita.

- Tome -le dijo-, le obsequio para que invierta en lo que necesite.

- Por favor, don Cayo, es demasiado mucho. Yo no puedo aceptar. Contestó ella como si entendiera la intención del viejo consentido.

- Guárdese le digo, que yo se lo doy y... ya sabe por qué.

- Voy a recibir para guardarlo, don Cayo.

Después de esta introducción, continuó frecuentando la posada y prolongaba el juego de la escoba hasta altas horas de la noche. Para que el juego no decayera se aperitaba moderadamente. En fin, en algo sé salvaba el importe del kerosén del alumbrado. Don Cayo preteridla siempre que la señora Vicenta se fuera a la cama y así él continuaría el juego con la muchacha.

Una mañana, cuando ya estaba por partir, se presentó la oportunidad de conversar con la codiciada hija de doña Vicenta.

- Mira, Susanita. Quiero que me complazca en una cosa. Yo le voy a corresponder, pero no quiero que nadie sepa, ni su mamá. Si me demuestra su voluntad, ya sabe que le voy a dar cosas lindas.

Como si recibiera un insulto, Susana contestó en tono enérgico y sobre sus mismas palabras.

- No esperaba de usted, don Cayo, esta proposición. Yo le considero todo un señor y le respeto. De ninguna manera voy a aceptarle lo que me acaba de proponer. En cualquier cosa le puedo servir, pero para complacerle con mi persona no puedo. Continuare así. Muchas gracias por sus ofrecimientos. Y sonrió despectivamente.

Quedó derrotado así don Cayo en su primer intentó, no pudiendo ni siquiera continuar la súplica amorosa. Montó sobre su caballo y le llamó a Tiburcio, que le estaba esperando bajo un naranjo.

- Y bueno, torohó mba'é - dijo retirándose de la casa.

Durante el largo viaje no pronunció ni una palabra; de vez en cuando tomaba un sorbo de su guarigola y continuaba entregado a su recogimiento. Tiburcio marchaba un poco adelantado, para abrirle los portones.

Varios meses pasaron. Don Cayo seguía lunático. No le agradaba nada ya y maltrataba hasta a los personales más acreditados. El rechazo que recibió lo hirió en lo más hondo. No salía de su cabeza el recuerdo del último pasaje con la Susana. ¡Como esa mujer canalla le puede contestar "de ninguna manera" a él, que es todo un patrón? ¿Acaso él no puede ser digno de su amor? ¿Que se ha creído esa mujer tonta? No. Esto no puede quedar así. La venganza más cruel tiene que venir y ella habrá de sufrir y sentir lo que le ha hecho. ¿Qué hacer para que ella se arrepienta, para que le duela en el alma?

- ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! -repetía a menudo. Esa mujer me tiene que pagar caro.

Seis meses después, en una tarde calurosa, fue llegando don Cayo a su vieja posada.

- Tanto tiempo para volver por estos lados, -le dijo luego del saludo Ña Vicenta. ¿Qué habrá sabido de nosotros, por eso no llega más? Por aquí le recordamos siempre y sabemos que Ud. anda viajando por otro camino.

- Así es Ña Vicenta -contestó sin dar más explicaciones.

Cenó su plato preferido con su acostumbrado un cuarto de vino, pero no armó el juego. Alegó cansancio y se acostó temprano. Susana, muy amable, le atendía como de costumbre. Por la mañana le cebó el mate y le sirvió el desayuno. Demoró para salir. Hizo llenar un vaso grande de guaripola y empezó a tomar. El deseo de venganza ardía dentro de su pecho y quería ver aplastada a esa desconsiderada mujer, qué como siempre, estaba alegre y tentadora.

Ña Vicenta se ausentó por un momento y quedó don Cayo tomando su aperitivo. Su caballo ya estaba ensillado. Luego de ingerir dos vasos, pareció tomar ánimo y se decidió a hablar.

- Susana -llamó-, ¿quiere venir un momento?

- Enseguida, don Cayo, ya voy. Y de inmediato se presentó. ¿Recuerda aquel mil pesos que le dejé para que me guardara?

- Sí, don Cayo, lo tengo y está a su disposición.

- Bueno entonces, voy a retirarlo.

- Susana desapareció unos minutos y volvió entregándole el billete tal como había recibido de don Cayo en aquella ocasión: bien planchado y pirirí.

Don Cayo, guardándolo, montó su caballo y se despidió diciendo:

- Anga katu ja ahaitéma.

- Anichene don Cayo, siempre roha'arota.

Poco tiempo después recibió don Cayo una invitación especial de Ña Vicenta para asistir al acto de matrimonio de su única hija, con el capataz de los señores Quevedo.

- Ahora voy a vengarme -dijo. Ni yo ni mis personales van a ocupar esa fiesta. Susana me querrá ver y, quién sabe sí no me quiere decir algo; querrá seguramente con mi presencia dar categoría a la celebración de su boda, pero está muy equivocada. No participaré... y que sufra.

Fuente: ECOS DE CONCEPCIÓN - RELATOS Y CHISMENTOS

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