flor de Yosiwara de aroma sutil,
que lleva el celeste claror de una estrella
en la limpia frente de antiguo marfil.
Cuando estoy en sueños en esa lejana
tierra donde moras, pálida musmé,
tiene arranques bellos mi musa pagana
y enciende mi mente la esencia del té.
Presiento la seda finísima y leve
del leve kimono que vela tu piel,
piel de porcelana, piel de rosa y nieve,
digna de un muríllico egregio pincel.
Tu peinado mágico de artísticas ondas,
regio como yelmo de heraldo imperial,
negro como el fondo de mis penas hondas,
recuerda del kiosko la forma ideal.
¡Oh! Komurasaki, fiel entre las fieles,
novia de Gompachi; alma de la mar,
yo vengo a ofrecerte mis verdes laureles,
madrigalizando el verbo cantar.
Bella niponesa, misteriosa y triste,
en el alma llevas blancura, nupcial,
blancura eucarística que en sueño me diste
para preludiarte mi canto oriental.
Canto que en las fiestas de mis colectivas
ansias eternales del sol de Stambul
suena con profundas notas pensativas,
notas que fallecen hartas del azul.
El bello crepúsculo me dice el secreto
de la dulce Kane, la muerta de amor,
y en un sueño triste su pena interpreto:
me siento Utamaro, Tasiro y cantor.
Cantor de leyendas niponas distantes,
distantes leyendas de un tiempo que fue...
tiempos de las cortes de reyes galantes
que adoran a bellas y blancas musmé.
Musmecita triste, ¿qué sueños arrancas
a este neurasténico, trémulo cantor?
Peina mis cabellos con tus manos blancas,
bríndame el único segundo de amor.
Y en la tremolante nota de una risa
descúbreme el fondo de tu corazón,
pues quiero tus ansias para mi divisa
y tu sueño arcano para mi blasón.
Luis Resquin Huerta
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